
Hay momentos en la vida en los que uno se cuestiona su estabilidad emocional… y su capacidad para comportarse como un ser humano racional. Este fue uno de esos momentos.
Todo empezó en el pasillo de las galletas. Yo, con la simple intención de conseguir un paquete de Oreos, sin ningún otro propósito oculto. Pero el universo tenía otros planes.
Porque entonces lo vi.
Un hombre. Un desconocido.
Pero no cualquier hombre. Uno de esos hombres que te obligan a detenerte, a contener el aliento, a reconsiderar todas tus decisiones de vida.
Alto, con el tipo de espalda que hace que un suéter se vea indecentemente bien. Amplios hombros, brazos tatuados y fuertes, de esos que parecen capaces de alzarte sin esfuerzo y ponerte donde él quiera. Piel bronceada, besada por el sol, con ese toque dorado que grita verano eterno y días sin camisa. Cabello oscuro, ligeramente despeinado, el tipo de descuido perfectamente calculado que sugiere que se ve igual de bien recién salido de la cama.
Y su boca. Dios mío, su boca.
Labios gruesos, perfectamente proporcionados, con la sombra de una sonrisa siempre lista para desarmar.
Y en ese momento, mi cerebro decidió ignorar toda lógica y sumergirse de lleno en la peor trampa del autoengaño: la historia que no existe pero que ya se siente inevitable.
Él estaba de pie frente al estante de las Oreos, sosteniendo un paquete con el ceño ligeramente fruncido, como si estuviera decidiendo entre el sentido de la vida o las Oreos de edición limitada.
"No puede ser real."
Y entonces, en un arranque de valentía o puro instinto de supervivencia hormonal, las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas:
—¿También tienes un dilema existencial con los sabores?
Él levantó la mirada.
Y me sonrió.
Y, con esa sonrisa, mi ropa interior dejó de existir por dos segundos enteros.
—Siempre. —Su voz era profunda, con ese tono grave que vibraba en el pecho, como un ron suave y peligroso.
Maldita sea.
Nos quedamos ahí, hablando de sabores de galletas con la seriedad de dos jueces en un concurso gastronómico, pero la verdad es que mi mente ya estaba muy lejos de ese pasillo.
Ya nos habíamos conocido en un viaje a la playa, donde la arena se nos pegaba a la piel después de un chapuzón en el mar. Ya habíamos compartido miradas cargadas de intención a la luz de una fogata. Ya habíamos tenido una noche llena de manos recorriendo cuerpos con hambre y sin prisa. Ya habíamos hecho de todo... en mi imaginación, claro.
Y entonces, en el punto exacto donde la tensión se volvía deliciosamente insostenible, pasó lo inevitable.
Miré su mano.
Y lo vi.
El anillo.
¡EL MALDITO ANILLO!
Mi cerebro entró en modo emergencia.
De pronto, el romance fugaz, la pasión de película y las noches de desenfreno se derrumbaron como un castillo de arena ante una ola cruel.
Se me bajó el azúcar, el aire se volvió más pesado, y mi boda imaginaria se desvaneció en una nube de desilusión, al mismo tiempo que nuestro perro ficticio, Milo, desapareció sin dejar rastro.
—Bueno, suerte con la elección… —murmuré, con la dignidad temblando en el filo del abismo.
Él sonrió otra vez.
Y, Dios mío, qué sonrisa.
Me alejé antes de hacer una estupidez, antes de que mi boca dijera algo que mi conciencia no pudiera borrar después. Porque una cosa es fantasear y otra es jugar con fuego. Y él... era incendio.
Pero entonces, justo cuando creía que la historia había terminado, ocurrió lo inesperado.
Sentí un leve roce en mi brazo.
Me giré, y ahí estaba él, demasiado cerca, con una media sonrisa que parecía haber leído cada uno de mis pensamientos.
—Te olvidaste de esto.
Me dió un paquete de Oreos.
Pero no cualquier paquete. Las de chocolate blanco, mis favoritas.
Me mordí el labio sin querer.
—¿Cómo supiste que me gustaban?
Su mirada se deslizó lentamente por mi rostro antes de volver a mi boca.
—Digamos que tengo buen ojo para los detalles.
Mi garganta se secó. Maldito y bendito hombre.
Me dio las galletas y, sin romper el contacto visual, se inclinó ligeramente hacia mí.
—Que tengas una bonita noche.
Se dio la vuelta, y justo cuando pensé que era el final definitivo, lo escuché decir, sin siquiera girarse:
—Aunque… si algún día te da por cambiar de sabor, ya sabes dónde encontrarme.
Y se fue.
Me quedé allí, con las Oreos en la mano, el corazón latiendo demasiado rápido y la sensación de que esta historia… todavía no había terminado.
Moraleja de la historia: no vayas al supermercado con hambre, ni con debilidad por antebrazos peligrosos. Y, sobre todo… nunca subestimes a un hombre que sabe qué Oreos te gustan.